Por Bruno Cortés
En 2025, la Ciudad de México no solo se visita: se graba, se etiqueta y se comparte en tiempo real. Lo que antes era una escapada cultural hoy es una experiencia inmersiva de tacos, tráfico y templos antiguos. La capital se ha convertido en un set de filmación al aire libre donde cada turista juega a ser influencer, cada esquina es un fondo digno de stories y cada puesto de garnachas tiene el potencial de volverse viral.
El recorrido empieza temprano, en el Parque México de la Condesa. A un lado, los joggers hacen su ritual de bienestar entre palomas y perros con pañuelo, mientras los food trucks de churros doran el azúcar del desayuno. Es el punto cero del “día tres en CDMX”, el tipo de video que arrasa en TikTok con hashtags de “vida latina soñada”. Entre las jacarandas y los edificios art déco, la Condesa vende una postal limpia del caos: cafés con matcha, brunch con aguacate y bicicletas eléctricas que esquivan baches como si fueran parte del folclor.
Pero el verdadero corazón de la ciudad late en el Centro Histórico. El Zócalo vibra como un ecosistema en sí mismo: vendedores de raspados, turistas que se toman selfies con la bandera y un Templo Mayor que asoma ruinas entre el concreto moderno. Debajo de cada piedra hay siglos de historia, y sobre cada piedra, un grupo de visitantes grabando un video educativo con música de reguetón. La Catedral Metropolitana sigue imponiendo su sombra mientras en su interior suenan misas en náhuatl, un recordatorio de que aquí el pasado no se fue, solo aprendió a convivir con los drones.
Más al sur, el aire cambia de ritmo en Xochimilco. Las trajineras, adornadas con flores y nombres como Lupita o La Consentida, avanzan entre canales donde mariachis desafinan con alegría y el sol cae como un filtro cálido. Es el único lugar donde puedes comer tlacoyos, bailar cumbia y discutir sobre política con un desconocido, todo al mismo tiempo. Los influencers lo llaman “las góndolas mexicanas”; los chilangos, simplemente, “pasear con estilo y cerveza”.
Mientras tanto, en San Juan de Letrán, el turismo se mezcla con el olor a canela y chile seco. El mercado de especias se ha vuelto tendencia por los “challenges de cocina mexicana en 60 segundos”, donde viajeros improvisan guacamoles dignos de museo. Ahí, entre puestos y cazuelas, el visitante entiende que esta ciudad no se recorre con un mapa, sino con estómago.
Sin embargo, la CDMX del turismo viral no todo lo digiere bien. En colonias como Roma y Condesa, el boom de visitantes y nómadas digitales ha encarecido las rentas, desplazado tienditas y convertido departamentos familiares en Airbnbs con slogans de “auténtica experiencia mexicana”. Los vecinos, cansados, han empezado a organizar recorridos alternativos: “el tour del hartazgo”, donde muestran lo que no sale en las fotos —el ruido, los desvelos, el aumento de precios—. No hay nada más chilango que quejarse con sarcasmo mientras vendes tu queja como experiencia cultural.
El turismo también tiene sus héroes anónimos. Guías freelance sobreviven gracias a plataformas digitales, mostrando rincones que no aparecen en las guías: murales escondidos en la Doctores, cantinas centenarias en la Guerrero o altares callejeros en Tepito. Son cronistas contemporáneos que entienden que el encanto de esta ciudad está en su contradicción: sagrada y caótica, prehispánica y futurista, elegante y descompuesta.
Cuando cae la noche, la ciudad brilla como un espejismo. En el Ángel de la Independencia, parejas posan entre autos que no avanzan. Los vendedores ofrecen desde flores hasta mascarillas del Santo, y en cada esquina alguien vende el mismo elote, pero mejor contado. Las lluvias de septiembre dejan charcos que reflejan luces de neón y selfies. La CDMX es un espejo gigante: te muestra lo que buscas, pero también lo que no sabías que estabas evitando.
El Día de Muertos cierra el año con su apoteosis estética. Las ofrendas en el Panteón de Dolores se transmiten en vivo, drones sobrevolando calaveras luminosas mientras miles de visitantes comparten el mismo pensamiento: “esto parece una película”. Y lo es. Una película colectiva donde tradición y modernidad se dan la mano mientras el cempasúchil invade el aire.
Pero tras el glamour y los filtros, quedan preguntas incómodas: ¿hasta dónde puede crecer este turismo sin que la ciudad se asfixie? ¿Cuánto tiempo más podrá convivir el mariachi con el algoritmo? CDMX, como siempre, no responde: solo sonríe, parpadea y te invita a quedarte un día más. Porque aquí, incluso el caos tiene estilo, y lo improbable —como un puesto de tacos junto a un mural futurista— siempre encuentra forma de funcionar.
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